MURAL EN CENTENARIO-NEUQUEN ARGENTINA

MURAL EN CENTENARIO-NEUQUEN ARGENTINA
Equipo de muralisas Luis Nichela, Silvana Nichela, Mauro Rosa y Mauricio Barreto

26 ago 2007

Suceso en la edad media.


El pueblo de la campiña irlandesa permanece envuelto en una densa niebla. El sol es una rara joya que reluce pocas vences al año Las piedras resbaladizas de las calles son una trampa para los carros y para los granjeros que caminan por las laberínticas calles del lugarEntre las sombras ANETA y su hija adolescente, corren pegadas a las paredes. Buscan comida ya que hace días que no se alimentan. Los habitantes no admiten el pedido de las pordioseras y ellas se esconden en los huecos de los portales murmurando ¡Basta de sufrir Dios mío!De repente una mano fuerte y velluda las toma por el cuello y las mete de golpe en una habitación en tinieblas. Sólo ven un camastro en donde reposa un joven de tez verdosa, ojos hundidos y manos transparentes. Todo su físico cadavérico denota una larga enfermedad que lo esta acercando a la muerte. Gime- ¡Basta de sufrir Dios mío!-El hombre rudo que las introdujo en el cuarto las obliga a sentarse en un jergón, mientras sobre una mesa moviliza una serie de frascos y bichos extraños. Algunos de los frascos tienen restos de un líquido rojizo. -¡Eso es sangre mamá!-dice la jovencita asustada.La madre se acerca a la mesa y observa que un frasco esta envuelto en un caño vegetal perforado-¿Qué es esto? ¿Que pasa aquí? pregunta aterradaEn ese momento el bruto hombrazo que las introdujo la sienta de un manotazo en una silla junto al camastro, le quita la ropa a jirones y sobre sus pechos y espalda desnuda le aplica una cantidad de sanguijuelas que hacen brotar surcos de sangre que rápidamente recoge con una espátula depositándolos en los frascos. Dicha sangre es introducida con la caña vegetal en la boca del joven exhausto que se mantiene en un sopor que lo descuelga del mundo que lo rodea murmurando-¡Basta de sufrir Dios mío!-Una vez terminada la alimentación del mancebo, la pobre mujer queda extenuada a su lado. Aún desde su estado deplorable se ofrece ella a dar toda su sangre si le permiten alimentarse para sobrevivir a su adolescente niña que llora en silencio con profunda tristeza y repite entre sollozos -¡Basta de sufrir Dios mío!-
Nelida Capurro

16 ago 2007

LA MUERTE NO ES PARA TODOS


El día que nació Rosendo la muerte por primera vez fue a buscarlo. Pero al llegar al hospital y encontrar a su madre consumida en la cama, y embellecidas en sangre sus piernas al aire, la fatal mensajera ignoró el inquieto bulto enredado entre vísceras, y cambiando de pasajero dejó huérfano a Rosendo.
Pocos años después y enfermo de fiebre negra, Rosendo esquivó nuevamente su fatal estrella. Esta vez la muerte -sorprendida de repetir la búsqueda, pero obediente‑ llegó a la casa para encontrarse con una vieja criada que a pura oración y velas, pretendía espantar la enfermedad cerca de la cama del niño. La insalubre visita, seducida por tal devoción y deseosa de ternuras olvidadas, cargó a la anciana en su carro, y otra vez dejó a Rosendo.
Los años pasaban y Rosendo crecía prófugo involuntario. Como aquel otoño funesto cuando el techo del taller donde trabajaba cayó sobre varias personas, causando una gran tragedia en el pueblo. Pocos días después, un Rosendo enyesado, dolorido e ignorante del fatal reemplazo, entre lágrimas acudía al sepelio de su patrón.
Ya mayor, Rosendo había insistido en podar un sauce del jardín. Contra el reclamo de su mujer y ante la mirada perdida de su suegro enfermo ‑que desde una silla obligada lo observaba‑ Rosendo había mal apoyado la escalera para subir. Desafiando el equilibrio con su pesado cuerpo el insensato había seguido trepando. Algo más lenta que años anteriores pero implacable, la muerte había llegado a tiempo de ver caer a Rosendo. Más no pudo tampoco esta vez con el incierto pasajero. Al acercarse al cuerpo estropeado del descoyuntado en el patio, había tropezado con el suegro que temblequeante no encontraba consuelo a su mal. La achacosa figura tocó su lado compasivo, y asegurándose una carga más liviana, la insalubre buscona se llevó al mayor.
Rosendo vio morir parientes, vecinos, amigos. Uno tras otro los había ido despidiendo, y a lo largo del tiempo ante cada partida seguía sin poder imaginar su propia muerte.
A los ochenta Rosendo enfermó de gravedad. Gripe, recaída, y virus fueron sus feroces adversarios. Arrasaron sus últimas debilidades y lo dejaron listo para el viaje final.
Esta vez ya cansada la muerte llegó al cuarto de Rosendo, para esperar dócilmente el fin de su más larga persecución. La luz apenas iluminaba la espera. Rosendo, impaciente y casi anhelando el remate recordaba tantas muertes acompañadas a lo largo de su vida. La evocación de los ausentes era tan poderosa que fue llenando la habitación de una ligera bruma coloreada. En minutos la nubosidad fue haciéndose más densa. Las formas se llenaron y adquirieron volumen. Los colores se intensificaron hasta que las siluetas se convirtieron en los amables espectros de amigos ausentes, y parientes, y vecinos y otros cuyo recuerdo no podía Rosendo desenterrar de su memoria.
Los visitantes aportaban al cuarto una luminosidad tan regocijante que el moribundo lamentó el cansancio que le impedía sumarse a la celebración.
Sólo la muerte, como terca invitada observaba la parranda sin encontrar su sitio en el festejo. Observando a Rosendo y a sus ocasionales compañeros, algo de envidia atravesó su osamenta y se le incrustó detrás de una costilla, sobre la izquierda y un poco al medio. La muerte hurgó entre las inmemoriales ropas buscando el centro de su angustia, y sólo pudo encontrar detrás de sus costillas el vacío.
Los visitantes seguían riendo mientras resucitaban la alegría con historias que volvían a compartir entre todos.
La puntada en el pecho hizo quebrar la postura de la muerte encogiéndola, y mientras sus huesos rechinaban, ella trató de recuperar la pose y el aliento que se le iba entre los huecos del esqueleto.
Rosendo sonreía más animado junto a sus viejos amigos.
La muerte se sentía morir. Apoyada en una esquina de la cama y sin poder sostenerse más, se tumbó encima perdiendo en la caída su fantasmal vestimenta. El esqueleto sobre las sábanas quedó desnudo. Convertida en una figura enclenque y vulnerable movió a los visitantes ‑jaraneros pero pudorosos - a cubrir los despojos con la ropa de cama.
Rosendo mientras tanto, traspasado por una nueva energía se incorporaba del lecho, y más por costumbre que por vergüenza tapaba sus desnudeces con el atuendo recién desalojado.
La muerte, en su agonía, aún pudo predecir la fatalidad y, serena, se encomendó a su último descanso.
Rosendo vistió el capote con arrogancia y probándose la guadaña al hombro, se observó en el espejo. Se acomodó la negra capucha sobre la cabeza victoriosa, y afirmando fuerte la herramienta contra su costado, ovilló la espalda, encerró su pecho y se observó orgulloso en el espejo.
Radiante y complacido con la soberbia imagen, saludó a sus compañeros inclinando la punta de la guadaña y mientras un griterío triunfal lo homenajeaba, envió un beso a la difunta y silbando bajito partió.



Liliana Maino

15 ago 2007

¿Que diria Foucault?


Usted no me va a creer la imagen, porque es parte archiconocida de miles de relatos. Pero fue verdad, le aseguro. Don Acosta siempre me esperaba en el mismo bar “El Trébol” -¿y cómo se iba a llamar el bar?- en la mesa de madera junto a una ventana donde finj{ia mirar hacia el Mercado Viejo, como si pudiera ver algo entre las cagadas de mosca y las impresiones digitales de sucesivos bebedores a lo largo de más de cincuenta años. Hacía girar el vaso de vino blanco, porque en verano era vino blanco, semillón. Una de las cosas que yo había admirado de Acosta treinta años antes era su manera de mantenerse incólume al invierno con este mismo traje marrón, camisa blanca y una corbata muy fina de colores oscuros, aunque vaya a saber que colores habían sido. Lo que seguía admirando, era que fuera un periodista de aquellos que meten las narices, juntan información, guardan recortes y tienen en la cabeza un perfecto registro de relaciones y entramados de hechos y personajes. Se manejaba con papeles en los bolsillos, por eso decía que en verano tampoco podía prescindir del saco, aunque hicera calor. “Lo que mantiene la temperatura equilibrada m’hijo – me decía – es el regulador interior, blanco semillón en verano, tinto en invierno”.
De repente llegaba una noticia al diario y Acosta empezaba a sacar bollos de papeles de esos bolsillos insondables como los de Chico Marx, revolvía su escritorio de lata –por el que rara vez aterrizaba- y a la noche ya tenía lista la nota con todas las implicancias, antecedentes y derivaciones del caso. Claro, en esos tiempos hubo mucha gente ofendida, la memoria de Acosta era una especie de conciencia periódica.
- ¿ Y porque nos hace esto? – le pregunté en cuanto llegué, de sopetón para ver si lo agarraba descuidado. Pero eso a él jamás, tucumano ladino y visteador como era.
- Mire m’hijo... nostros trabajamos con las palabras y la memoria – sorbió del vaso y se puso a mirar los redondeles que hacia el culo de vidrio sobre la madera.- Vengo de unos diarios donde escribían Scalabrini Ortiz, Rodolfo Walsh, Roberto Arlt...
Aproveché una larga pausa para pedirme una ginebra, cosa que en “El Trebol” todavá no despertaba escandaletes.
- Uno escribía con palabras adecuadas para cada cosa, como en español ¿vio?
- ¿Y? Hasta ahora me suena a excusa... ¡vamos!
- No crea, no crea – me miró desde sus profundidades, porque detras de esos párpados apenas caídos, esas ojeras y esas cejas profusas había una profundidad a veces triste, a veces aterradora... o socarrona, como yo la había conocido hace mucho.
- El español... o castellano, como quieras, una herramienta para expresarse, comunicarse, amarse, mentir, exaltarse...
Cometí el error de pretender apurarlo, me parecía que divagaba
- Y bueno, seguimos hablando y escribiendo en español...
- Y mintiendo, sólo que ya no se miente, se resignifica, ya los delincuentes no son delincuentes, son apenas “corruptos” en el peor de los casos, no hay pobres ni obreros, hay carenciados y fuerza de trabajo por no hablar de recursos humanos. Mi bandera era el símbolo de mi país, ahora es un ícono, que viene del griego “imagen” pero la imagen de mi país puede ser una modelo adolescente o un político equivocado o un jugador que erró un penal.
Sabía que los preámbulos de Acosta podían ser largos, aunque todavá no le tomaba el hilo tenía que esperar. Él sorbió otro trago y continuó:
- Y no es que no fuera una profesión peligrosa, vos lo sabés –recordé a cierto periodista de Rosario, hacía ya muchos años, recordé a Walsh – pero antes usábamos las palabras exactas, un asesinato era un asesinato, homicidio... o como quieras, pero nunca un “error” y el que tiraba cometía un crimen, no era fuego amigo. ¿Creés vos que han cambiado tanto los tiempos, que soy un melancólico?
Iba a decirle que no pero ni me escuchó, había tomado envión:
- ¿Sos de los que piensan que la “globalización” es una creatura del la tele y los satélites? – Otra vez iba a decirle que no, yo era de los que recuerdan el plan Marshall, la Ayuda para el Progreso y el United Kingdom con su Commonwealt...
- ¡Ah! – saltó – entonces también estás en desuso querido, eso se llama memoria y no se usa
Me quedé helado... ¿cómo sabía lo que yo estaba pensando? Y después de todo, razón lo que se dice razón tenía, yo también estab en desuso.
- Porque si averiguás algo inconveniente se llama “oposición” y si vas a cubrir una nota tenés que aceptar lo que las oficinas de prensa te tienen preparado. Eso eran arquetipos, o si querías quedar bien con el grupo de Florida eran macchiettas. ¿Y los límites de la ética? Teníamos claro lo que es propaganda, eso que se convirtió en promoción y permite cualquier cosa, el asunto es vender, hasta las ideas hay que venderlas...
- Pídase otro semillón Acosta, voy al baño – dije, aunque el vaso parecía no disminuir.

Cuando volví haciendo ese gesto viril de pasar la mano para cerciorarnos que que la bragueta este cerrada, miré a la mesa de la ventana. Acosta ya no estaba. Me senté y miré hacia la calle, el Mercado tampoco estaba. Entonces me concentré en las manchas sobre la madera. Muchas manchas dejadas por los culos de vidrio, vino tinto, vino blanco... y me quedé un largo rato pegado a una en especial, semicircular, una mancha de risa.
Mañana voy a ir al cementerio, ya sé que no se usa, pero Acosta merece un trago, es llo menos que puedo hacer por mi maestro de cuando leíamos a Sartre.