MURAL EN CENTENARIO-NEUQUEN ARGENTINA

MURAL EN CENTENARIO-NEUQUEN ARGENTINA
Equipo de muralisas Luis Nichela, Silvana Nichela, Mauro Rosa y Mauricio Barreto

23 sept 2014

UN PUEBLO COMO TANTOS




Nadie sabía exactamente desde cuándo estaba ahí el Polaco. Los más memoriosos contaban desde que ya tenía el galpón de chapas, el mismo donde ahora está su taller mecánico. Pero estaba desde antes. Después levanto la casa y así se quedó para siempre.
Arreglaba todo, desde los molinos de viento que llenaban tanques australianos con agua de pozo hasta los carros y coches de la época. Componía el cabriolé de las niñas Paniagua, la “Villalonga” que transportaba gente a la ciudad una vez por semana, jardineras y tílburys. Lo más moderno era el playo de Hassam e Hijos, despacho de pan y harina al por mayor. Moderno porque tenía ruedas con neumáticos de caucho.
Después fue el pueblo, desde que se trazó la Plaza y en la ciudad decidieron que había que formalizar la Sociedad de Fomento, para lo cual se erigió un mástil sobre un pedestal muy lindo que construyó Tamburini, albañil y frentista, se hacen pozos a balde y lápidas de lujo.
Elegido el nombre, quedó “San Cayetano del Milagro del Fin de las Langostas”; pero algo pasó.
La noche anterior a la llegada de la comitiva que dejaría formalmente fundado el pueblo, con su correspondiente Comisión de Fomento, izaron la bandera en la Plaza. Fue tanta la alegría que cuando empezó a oscurecer se iban yendo a dormir de a poco hasta que no quedó nadie, y se olvidaron la bandera. Durante la noche se levantó una tormenta terrible, como pocas veces sucedía, pero cuando venían, venían con todo.
Y ¡flap, flápete, flap! la bandera en el mástil. Cuando salió el sol y pudieron salir de las casas, corrieron a ver qué había pasado.
Allí fue la tristeza y la culpa. La preciada bandera había quedado reducida a la mitad, deshilachada por el ventarrón. Nada que hacer, no quedaba tiempo para ir a buscar otra. Provisoriamente pidieron prestada la de la escuela y así pensaban esperar a los funcionarios del gobierno, pero sabido es que los niños en su inocencia pueden ser muy crueles. Los del pueblo no eran la excepción; apenas vieron la bandera maltrecha comenzaron a saltar en torno al mástil cantando y gritando: “Bandera colí-Bandera colí- Bandera colí…”. Y las desgracias no vienen solas. Al bajar del coche los esperados funcionarios, con el primero que toparon fue con el Polaco, que asistía azorado a todo lo que pasaba sin entender muy bien el porqué de los cantos y gritos. Cuando el encargado de los discursos, para entrar prevenido, le preguntó al mecánico cuál era el nombre del pueblo, el Polaco le contestó medio en Babia: “Bandera colí”.
Desde ese día, “San Cayetano del Milagro del fin de las Langostas” se redujo al más cómodo “Bandera colí”.

Con el tiempo llegaron los colonos y el Polaco empezó a meter mano en los tractores. Máquinas de todo tipo esperaban turno en el predio del galpón de chapas, mientras el mecánico, cachazudo y con todo el tiempo del mundo, hablaba con checos, búlgaros y friulanos de igual a igual.
“Má, é que esto polaco son capace de hablar toda la lengua del mondo” decía sapiente Tamburini mientras tomaban el vermú del domingo.
Pero al Polaco no le interesaba la plata. Con esta bonanza se le ocurrió hacer una donación para comenzar una colecta “Pro Salón de Fomento”. Y la idea cayó tan bien que se sumaron el Club de Bochas y la Cooperadora escolar. Después de un par de buenas cosechas y de la venta de lana, ya contaban con un lindo salón frente a la Plaza, compartido con el Club de Bochas y un incipiente cuerpo de Bomberos Voluntarios “Bandera colí”. Entonces doña Manuelita tuvo otra idea brillante, confeccionar un gran cuadro donde estaría como en un altar aquella bandera histórica que diera nombre al pueblo. Y así se hizo. Desde entonces al entrar al Salón de Fomento, a mano derecha, se puede ver el cuadro con la bandera y debajo una repisa de mármol con un jarrón de bronce, donación de Tamburini, donde doña Manuelita se encarga de renovar un ramo de flores periódicamente.

La realidad se encarga de hacer tropezar los mejores cuentos, y así pasó con la historia del Polaco.
Flaco, alto y colorado de pelo y mejillas, siempre se lo llamó así a falta de un nombre de pila, que por comedimiento nadie quería preguntar. Pero cuando llegó la hora de agradecer las donaciones se encargó a doña Manuelita que discretamente averiguara algunos datos personales.
La simpática vecina encaró así el tema:
- ¿Y hace mucho que vino de Polonia don?
- ¿Cómo dice?- se asombró el mecánico
- Que desde cuándo vino de Polonia.
- Disculpe señora, no vine de Polonia yo –fue la increíble respuesta.
- ¿Y es de por acá cerca nomás?- insistió doña Manuelita
- No señora, vine de muy chico de allá – dijo el Polaco señalando vagamente al este, hacia la frontera.
- ¿De la costa? – crecía el azoramiento de la doña, y el Polaco remató para dejarla tranquila:
- No señora, de Brasil, nací en Belo Horizonte señora.
Un gran traspié para la leyenda regional, pero lo superaron. El que no apareció por un tiempo al vermú de los domingos fue Tamburini.

Doña Manuelita decía ser descendiente directa de don Juan Manuel de Rosas, y ya que en el pueblo tenían semejante rama del árbol de un prócer, quién lo iba a discutir.
En los ratos libres que le dejara su profesión de modista o eventualmente sastre, la señora gustaba reunir a los más chicos en la Plaza, se llevaba una silla tijera y el mate, y les contaba cuentos e historias bastante adornadas por su imaginación. Las madres contentísimas, sabían que después de la escuela el niño o la niña estaban un buen rato tranquilos al cuidado de doña Manuelita. Los días y los años se sucedían sin grandes sobresaltos, a menos que el domingo se juntaran a comentar las noticias de la capital que traía la radio. Pero la preocupación duraba poco, había cosas inmediatas e importantes que resolver.
Hasta que los cambios también llegaron a Bandera colí.
Primero quedó abandonado en lo del Polaco el cabriolé de las niñas Paniagua. Las pobrecitas fallecieron solteronas, y los parientes que llegaron de lejos a repartirse la herencia no se iban a fijar en minucias ni tradiciones. Se fueron lo más pronto posible. Después fue el playo de Hassam, los hijos decidieron comprar un camioncito; y el veterano jubilado que tiraban cuatro mulas al pértigo y un cadenero manso, fue a parar a lo del Polaco.
La Villalonga se venía salvando, porque era lo mejor para pelear con el barro y traer los chicos de los colonos a la escuela del pueblo; pero del Ministerio mandaron un ómnibus. El hijo de Tamburini lo manejaba. El tractor Pampa fue otro descartado que empezó a dormir a la intemperie atrás del galpón de chapas. Al Polaco le sobraba tiempo, los autos nuevos se llevaban a reparar a la ciudad; aunque en caso de apuro sus vecinos jóvenes se acordaban que sus manos arreglaban cualquier cosa.
Pero le sobraba tiempo.
Entonces ideó cómo entretenerse entreteniendo.
Dejó como nuevo el Pampa, le ató el playo de Hassam, después el cabriolé de las Paniagua, y por último la Villalonga y comenzó a dar vueltas a la Plaza muy despacio.
Los chicos enloquecidos de contento querían treparse a toda costa. Entonces detuvo la procesión y los hizo subir. Doña Manuelita, no menos entusiasmada, desapareció en su casa lo suficiente para cambiarse de ropa, y apareció muy orgullosa vistiendo faldas amplias con miriñaque, corpiño con muchos volados y puntillas, y un peinetón exagerado con mantón rojo punzó. La buena señora ya se sentía la auténtica Manuelita Rosas. Y todos muy contentos, se pusieron a dar vueltas por el pueblo. Tiempo después se agregaron el ya muy anciano Tamburini y Hassam padre, que no soportaba vivir con sus exitosos hijos empresarios.

La vida seguía, llegó el asfalto, los autos de altas velocidades y con tablero electrónico, los chicos miraban fijamente sus teléfonos celulares mientras doña Manuelita trataba de contarles cuentos que cada vez le exigían más esfuerzo; y enfrentado al Salón de Fomento y Club de Bochas se alzó el insípido y pedante edificio del Club Hípico y Social. El Polaco ya no tenía ganas de andar por el pueblo, menos aún con los guardias municipales persiguiéndolo.
Una tarde volvió a enganchar su caravana al tractor Pampa y se quedó mirándola sin nostalgia. De pronto una mano le alcanzó un mate. Era doña Manuelita, más Rosas que nunca, cebando mate bajo el aromo del Restaurador. Bufando y renegando con sus dos bastones, apareció Tamburini y sin pedir permiso se instaló en el cabriolé. A Hassam padre lo trajo uno de sus nietos que gritó desde la tranquera. “A ver si lo distraen un poco que anda insoportable el viejo”.
No hizo falta nada más. Ya todos acomodados, el Polaco arrancó con el Pampa y partieron todos hacia allá. Hacia donde decían que está Brasil. O la frontera…o el río.
GERARDO PENNINI


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