Nadie sabía exactamente desde
cuándo estaba ahí el Polaco. Los más memoriosos contaban desde que ya tenía el
galpón de chapas, el mismo donde ahora está su taller mecánico. Pero estaba
desde antes. Después levanto la casa y así se quedó para siempre.
Arreglaba todo,
desde los molinos de viento que llenaban tanques australianos con agua de pozo
hasta los carros y coches de la época. Componía el cabriolé de las niñas
Paniagua, la “Villalonga” que transportaba gente a la ciudad una vez por
semana, jardineras y tílburys. Lo más moderno era el playo de Hassam e Hijos,
despacho de pan y harina al por mayor. Moderno porque tenía ruedas con
neumáticos de caucho.
Después fue el
pueblo, desde que se trazó la Plaza y en la ciudad decidieron que había que
formalizar la Sociedad de Fomento, para lo cual se erigió un mástil sobre un
pedestal muy lindo que construyó Tamburini, albañil y frentista, se hacen pozos
a balde y lápidas de lujo.
Elegido el nombre,
quedó “San Cayetano del Milagro del Fin de las Langostas”; pero algo pasó.
La noche anterior a
la llegada de la comitiva que dejaría formalmente fundado el pueblo, con su
correspondiente Comisión de Fomento, izaron la bandera en la Plaza. Fue tanta
la alegría que cuando empezó a oscurecer se iban yendo a dormir de a poco hasta
que no quedó nadie, y se olvidaron la bandera. Durante la noche se levantó una
tormenta terrible, como pocas veces sucedía, pero cuando venían, venían con
todo.
Y ¡flap, flápete,
flap! la bandera en el mástil. Cuando salió el sol y pudieron salir de las casas,
corrieron a ver qué había pasado.
Allí fue la
tristeza y la culpa. La preciada bandera había quedado reducida a la mitad,
deshilachada por el ventarrón. Nada que hacer, no quedaba tiempo para ir a
buscar otra. Provisoriamente pidieron prestada la de la escuela y así pensaban
esperar a los funcionarios del gobierno, pero sabido es que los niños en su
inocencia pueden ser muy crueles. Los del pueblo no eran la excepción; apenas
vieron la bandera maltrecha comenzaron a saltar en torno al mástil cantando y
gritando: “Bandera colí-Bandera colí- Bandera colí…”. Y las desgracias no
vienen solas. Al bajar del coche los esperados funcionarios, con el primero que
toparon fue con el Polaco, que asistía azorado a todo lo que pasaba sin
entender muy bien el porqué de los cantos y gritos. Cuando el encargado de los
discursos, para entrar prevenido, le preguntó al mecánico cuál era el nombre
del pueblo, el Polaco le contestó medio en Babia: “Bandera colí”.
Desde ese día, “San
Cayetano del Milagro del fin de las Langostas” se redujo al más cómodo “Bandera
colí”.
Con el tiempo
llegaron los colonos y el Polaco empezó a meter mano en los tractores. Máquinas
de todo tipo esperaban turno en el predio del galpón de chapas, mientras el
mecánico, cachazudo y con todo el tiempo del mundo, hablaba con checos,
búlgaros y friulanos de igual a igual.
“Má, é que esto
polaco son capace de hablar toda la lengua del mondo” decía sapiente Tamburini
mientras tomaban el vermú del domingo.
Pero al Polaco no
le interesaba la plata. Con esta bonanza se le ocurrió hacer una donación para
comenzar una colecta “Pro Salón de Fomento”. Y la idea cayó tan bien que se
sumaron el Club de Bochas y la Cooperadora escolar. Después de un par de buenas
cosechas y de la venta de lana, ya contaban con un lindo salón frente a la
Plaza, compartido con el Club de Bochas y un incipiente cuerpo de Bomberos
Voluntarios “Bandera colí”. Entonces doña Manuelita tuvo otra idea brillante,
confeccionar un gran cuadro donde estaría como en un altar aquella bandera
histórica que diera nombre al pueblo. Y así se hizo. Desde entonces al entrar
al Salón de Fomento, a mano derecha, se puede ver el cuadro con la bandera y
debajo una repisa de mármol con un jarrón de bronce, donación de Tamburini,
donde doña Manuelita se encarga de renovar un ramo de flores periódicamente.
La realidad se
encarga de hacer tropezar los mejores cuentos, y así pasó con la historia del
Polaco.
Flaco, alto y
colorado de pelo y mejillas, siempre se lo llamó así a falta de un nombre de
pila, que por comedimiento nadie quería preguntar. Pero cuando llegó la hora de
agradecer las donaciones se encargó a doña Manuelita que discretamente averiguara
algunos datos personales.
La simpática vecina
encaró así el tema:
- ¿Y hace mucho que
vino de Polonia don?
- ¿Cómo dice?- se
asombró el mecánico
- Que desde cuándo
vino de Polonia.
- Disculpe señora,
no vine de Polonia yo –fue la increíble respuesta.
- ¿Y es de por acá
cerca nomás?- insistió doña Manuelita
- No señora, vine
de muy chico de allá – dijo el Polaco señalando vagamente al este, hacia la
frontera.
- ¿De la costa? –
crecía el azoramiento de la doña, y el Polaco remató para dejarla tranquila:
- No señora, de
Brasil, nací en Belo Horizonte señora.
Un gran traspié
para la leyenda regional, pero lo superaron. El que no apareció por un tiempo
al vermú de los domingos fue Tamburini.
Doña Manuelita
decía ser descendiente directa de don Juan Manuel de Rosas, y ya que en el
pueblo tenían semejante rama del árbol de un prócer, quién lo iba a discutir.
En los ratos libres
que le dejara su profesión de modista o eventualmente sastre, la señora gustaba
reunir a los más chicos en la Plaza, se llevaba una silla tijera y el mate, y
les contaba cuentos e historias bastante adornadas por su imaginación. Las
madres contentísimas, sabían que después de la escuela el niño o la niña
estaban un buen rato tranquilos al cuidado de doña Manuelita. Los días y los
años se sucedían sin grandes sobresaltos, a menos que el domingo se juntaran a
comentar las noticias de la capital que traía la radio. Pero la preocupación
duraba poco, había cosas inmediatas e importantes que resolver.
Hasta que los
cambios también llegaron a Bandera colí.
Primero quedó
abandonado en lo del Polaco el cabriolé de las niñas Paniagua. Las pobrecitas
fallecieron solteronas, y los parientes que llegaron de lejos a repartirse la
herencia no se iban a fijar en minucias ni tradiciones. Se fueron lo más pronto
posible. Después fue el playo de Hassam, los hijos decidieron comprar un
camioncito; y el veterano jubilado que tiraban cuatro mulas al pértigo y un
cadenero manso, fue a parar a lo del Polaco.
La Villalonga se
venía salvando, porque era lo mejor para pelear con el barro y traer los chicos
de los colonos a la escuela del pueblo; pero del Ministerio mandaron un
ómnibus. El hijo de Tamburini lo manejaba. El tractor Pampa fue otro descartado
que empezó a dormir a la intemperie atrás del galpón de chapas. Al Polaco le
sobraba tiempo, los autos nuevos se llevaban a reparar a la ciudad; aunque en
caso de apuro sus vecinos jóvenes se acordaban que sus manos arreglaban
cualquier cosa.
Pero le sobraba
tiempo.
Entonces ideó cómo
entretenerse entreteniendo.
Dejó como nuevo el
Pampa, le ató el playo de Hassam, después el cabriolé de las Paniagua, y por
último la Villalonga y comenzó a dar vueltas a la Plaza muy despacio.
Los chicos
enloquecidos de contento querían treparse a toda costa. Entonces detuvo la
procesión y los hizo subir. Doña Manuelita, no menos entusiasmada, desapareció
en su casa lo suficiente para cambiarse de ropa, y apareció muy orgullosa
vistiendo faldas amplias con miriñaque, corpiño con muchos volados y puntillas,
y un peinetón exagerado con mantón rojo punzó. La buena señora ya se sentía la
auténtica Manuelita Rosas. Y todos muy contentos, se pusieron a dar vueltas por
el pueblo. Tiempo después se agregaron el ya muy anciano Tamburini y Hassam
padre, que no soportaba vivir con sus exitosos hijos empresarios.
La vida seguía,
llegó el asfalto, los autos de altas velocidades y con tablero electrónico, los
chicos miraban fijamente sus teléfonos celulares mientras doña Manuelita
trataba de contarles cuentos que cada vez le exigían más esfuerzo; y enfrentado
al Salón de Fomento y Club de Bochas se alzó el insípido y pedante edificio del
Club Hípico y Social. El Polaco ya no tenía ganas de andar por el pueblo, menos
aún con los guardias municipales persiguiéndolo.
Una tarde volvió a
enganchar su caravana al tractor Pampa y se quedó mirándola sin nostalgia. De
pronto una mano le alcanzó un mate. Era doña Manuelita, más Rosas que nunca,
cebando mate bajo el aromo del Restaurador. Bufando y renegando con sus dos
bastones, apareció Tamburini y sin pedir permiso se instaló en el cabriolé. A
Hassam padre lo trajo uno de sus nietos que gritó desde la tranquera. “A ver si
lo distraen un poco que anda insoportable el viejo”.
No hizo falta nada
más. Ya todos acomodados, el Polaco arrancó con el Pampa y partieron todos
hacia allá. Hacia donde decían que está Brasil. O la frontera…o el río.
GERARDO PENNINI
GERARDO PENNINI