Todo empezó hace mucho tiempo atrás, todavía en vida de Ernesto
Sepúlveda.
En un corto viaje de Don Ernesto a Bahía Blanca por un trámite de su
jubilación, se habría encontrado en una oficina pública con una persona que
aseguró conocerlo. Don Ernesto no tuvo la misma impresión. Intercambiaron
algunos datos y el hombre vislumbró que hace muchos años él había estado unos
días por trabajo en un pueblito del sur llamado Sepulvelandia y, si bien no
recordaba su nombre, estaba seguro de haberlo conocido allí.
La historia hubiese sido posible teniendo en cuenta que Sepulvelandia
era el pueblo natal de Don Ernesto, de no ser que la fecha a la que el hombre
refería coincidía con que Don Ernesto
estaba viviendo en Bahía Blanca y durante dos años no piso su pueblo.
El hombre estaba muy convencido de día, mes, año y si lo apuraban hasta
la hora en que dejó el pueblo ya que coincidió con el nacimiento de su único
hijo y ese fue el motivo por el cual se trasladó a La Plata y no volvió nunca más
a Sepulvelandia.
Al no poder coincidir las historias convinieron que tal vez hubo
conocido a algún pariente suyo, vaya a saber cuál de todos, que se le parecería
físicamente, aunque no pudieron precisar bien de quien se trataba.
Esto los dejó conformes, pero inauguró la sucesión de hechos que luego
dieron forma al misterio.
Casos similares a los de Ernesto se sucedieron a lo largo de los años,
con la intervención de distintos protagonistas. Dos o más personas se
encuentran en algún lugar del planeta y uno de ellos al menos es sindicado como
conocido. Intercambian datos que se tornan asincrónicos y anacrónicos hasta que
convergen en un acuerdo. Los dos conocen un lugar, uno por haberlo visitado y
el otro por ser residente. Eso siempre conformaba.
Las circunstancias fueron de lo más variadas, pero existía una
constante. Ese lugar siempre era Sepulvelandia.
Emmanuel Soto fue el primero que planteó una hipótesis de estudio acerca
del tema.
Siendo todavía estudiante de sociología debió cumplir una pasantía cerca
de un paso fronterizo en la
Patagonia. Era una condición que se le requería por estudiar en una universidad
mormona. Emmanuel pasaba casi todas las tardes en la aduana con los gendarmes y
aprendió rápidamente de sus vicios y costumbres.
Visto que el trabajo en general
se transforma en monótono y aburrido, los uniformados recurrían a
variados pasatiempos. Mientras estaban apostados en el exterior competían haciendo puntería con piedritas a
diversos blancos. Pero cuando el trabajo es en la oficina, debían recurrir a
otros entretenimientos. Y entre ellos estaba el de adivinar de que lugar
provenían o hacia donde se dirigían los pasajeros.
Allí fue donde Emmanuel descubrió el detalle que luego se transformó en
una obsesión.
Las personas provenientes de Sepulvelandia eran fácilmente reconocibles
por casi la totalidad de los empleados de Aduana. Solo había un cadete que no
lo lograba, pero los demás adjudicaban esta torpeza a que vivió varios años en
esa ciudad. Otros decían que era de tarambana nomás.
Al ver Emmanuel esta facilidad para detectar a dichas personas empezó a
prestar atención, y en poco tiempo adquirió esa habilidad sin mayores
esfuerzos.
Hombres, mujeres, niños o ancianos provenientes de Sepulvelandia eran
detectados simplemente con un golpe de vista.
Pero la pregunta de Emmanuel era ¿Por qué? Nada parecían tener de
distinto estas personas a las miles que circulaban esos puentes.
No eran
de una raza especial, ni etnia distinta. Vestían como cualquier otro y hablaban
la misma lengua de todos.
Sin embargo había algo diferente en ellos, algo especial.
Durante esos larguísimos seis meses de pasantía se había repetido una y
cien veces la misma pregunta sin encontrar un esbozo de respuesta.
Empezó a indagar buscando entre las personas mismas la respuesta. Tuvo
contactos breves, diálogos de tres o cuatro frases, y hasta mantuvo una
conversación de nueve minutos con una familia.
Todos tenían algo, pero el “qué” no aparecía
No
contento con eso también incursionó en la fotografía.
Al principio con la excusa de tomar el paisaje incluía en el cuadro a la
persona requerida.
Necesitó mas aproximación e inventó el cuento de un relevamiento de
personas a lo que muchos se negaron por
considerarlo sospechoso y los gendarmes inmediatamente se lo prohibieron.
Le
quedó como recurso el intimar con los viajantes deseados para el estudio hasta
lograr un recuerdo de ese momento, estrategia bastante efectiva pero muy
difícil dado el breve encuentro al que estaba sujeto. Con este método solo pudo
conseguir la foto de una pareja de jubilados.
No
había caso, algo había en esas personas que las hacían distintas, pero ese algo
no estaba a la vista al parecer.
Terminada su pasantía en el paso fronterizo, Emmanuel debía buscar nuevo
destino.
No le fue difícil convencer a las autoridades mormonas que lo destinaran
a ese pueblo misterioso para él, visto que Sepulvelandia tenía todas las
características de lugar miserable que elegían los mormones para hacer su
prédica.
Allí podría completar su estudio in situ, y mientras cumplía con las
obligaciones para con su beca, desentrañaría un nudo que se le había atravesado
en el estómago.
A esta altura podríamos quizás estar hablando de un capricho.
Ya en el pueblo le fue asignado como compañero de estadía el elder Kenny
Guinn, un gringo alto, rubio y de mandíbula prominente, originario de Nevada
pero que estudiaba medicina en una universidad de Utah. A simple vista Kenny no
parecía muy avispado y encima le costaba el idioma. Quizás la convivencia en
otra circunstancia hubiese sido una pesadilla, pero tan metido estaba Emmanuel
en su investigación que poco le importó tener que compartir la habitación con
Kenny o con un oso pardo si fuese
necesario.
Empezaron
a recorrer juntos las calles de Sepulvelandia con el objeto de entablar
relación con los habitantes del lugar. Su misión era llevar el mensaje de
Joseph Smith, fundador de la iglesia mormona hasta el último rincón del
planeta.
Esto les permitió charlar con mucha gente, si bien fueron poquísimos los
que aceptaron un diálogo más ameno.
A cada paso Emmanuel iba reafirmando su hipótesis. Todos los habitantes
de Sepulvelandia se parecían en algo.
Al principio el razonamiento fue el más lógico. Este es un pueblo chico,
pensó, seguramente que hace apenas unas décadas no habría mas que un puñado de
familias.
El instinto supremo de perpetuación de la especie debería de haber
primado por sobre las reglas morales, y posiblemente hubo mas de una pareja de
parientes.
Al ser tan pequeña la red de posibilidades, la endogamia habría formado
un pool genético bastante repetido en la localidad, evaluó el futuro sociólogo.
De ahí que aparezcan rasgos comunes en todos los habitantes, porque en lo mas
bajo del árbol genealógico, seguramente eran consanguíneos.
Esta explicación habría conformado a más de cuatro de no ser que
Emmanuel era una persona reticente a aceptar las cosas fácilmente.
Por eso siguió preguntando.
Y no sin sorpresa encontró más datos.
Muchos de aquellos que portaban ese aire localista tan particular, no
eran nativos de la ciudad.
Los hubo llegados de otros espacios nacionales y hasta internacionales.
Muchos arribaron con las grandes obras hidráulicas de la zona, otros con la
explotación del petróleo y algunos por oferta de trabajo inexistentes en su
lugar de origen. Por distintos motivos decidieron radicarse, sino para siempre,
al menos por largo tiempo.
La cosa entonces aparecía como más difícil, ya que no se le podía
asignar a la genética el origen de la semejanza conciudadana.
Hablar de este tema con Kenny le producía a Emmanuel una sensación de
vacío, ya que no había por parte del yanqui ninguna muestra de interés en el
tema. En lo único en lo que el rubio invertía sus tardes era en ir al gimnasio
a levantar pesas y a veces a tratar de embocar una pelota en un aro de básquet
del patio. Podía estar horas enteras abocado a esta tarea.
Por las mañanas ambos se ponían sus pantalones negros, camisas blancas,
sus corbatas y sus credenciales en el pecho y salían a recorrer las calles de
Sepulvelandia., bajo un sol que caía como un soplete sobre una ciudad sin
árboles. Kenny solía decir que este paisaje era muy parecido al de su ciudad
natal, ubicada prácticamente entrando al desierto de Mojave, pero tal cual era
varias décadas atrás, incluso antes de la llegada de los casinos que todo
habían modernizado.
Emmanuel
le había pedido al gringo que por lo menos observara y prestara atención a la
gente, a ver si reconocía algo que le resultara familiar.
Una mañana habían logrado entrar a conversar en lo de Elsa Sepúlveda,
una mujer sencilla que mas que interesarse por lo que los muchachos tenían para
contarle, se había apiadado de ellos al verlos acalorados bajo el sol del
verano y sin un poquito de sombra donde refugiarse. Los alentó a pasar a
sentarse bajo la parra y les ofreció algo fresco.
Mientras le contaban a Elsa acerca del legado de Mormón, de la aparición
de Moroni en forma de ángel y de las escrituras en las planchas metálicas,
Emmanuel percibió que Elsa tenía claramente el resplandor sepulvediano. Nadie
podía confundirla en ninguna parte del mundo ni mezclada entre cien personas.
Pero también se dio cuenta de algo que no llegó a comprender en ese momento. Su
compañero casi no hablaba, y cuando lo hacía se le escapaba una risita idiota
que ninguno de los dos interlocutores acababan de entender a que se debía.
Se notaba claramente que el rubio trataba de reprimir su tentación, ya
que se lo veía lagrimear e incluso se le escapaban mocos por la nariz en una
especie de estornudo contenido.
Elsa no le prestó mayor atención y seguramente adjudicó este comportamiento
a la estupidez natural de los gringos, pero Emmanuel, que sabía que su
compañero no se comportaba así habitualmente, lo increpó apenas salieron de la
visita.
-¿Se puede saber que te pasa a vos acaso?- preguntó ya en la calle.
-Oh Elder, debes disculparme- contestaba el yanqui mientras no dejaba de
reír- pero en parte es culpa tuya. Tú me pediste que observara a la gente y así
lo hice, y mirando a señora Elsa me vino rápidamente imagen de Marty, y no pude
contener la risa, perdóname
-No te entiendo Kenny ¿quien es Marty?- preguntó ya impacientándose
Emmanuel.
-¡Marty was a cow!- dijo Kenny dejando escapar una carcajada que lo hizo
doblar en dos.
-¿Que decís?
-¡Que Marty era una vaca! Una vaca que tenía mi padre en la granja de
Nevada- aclaró el norteamericano –Y señora Elsa miraba igual que Marty, por eso
yo reía.
Emmanuel quedó petrificado por unos segundos. No sabía si mandarse a
mudar de ese lugar de una vez por todas y terminar la convivencia con este
infradotado o prestarle atención.
Y de repente se dio cuenta de que Kenny tenía razón.
Pensándolo
mas fríamente, era cierto, la señora Elsa tenía mirada de vaca.
Y haciendo más amplio el razonamiento, podía ser que el rasgo de
Sepulvelandia típico se debiera justamente a eso, ¡a su particular mirada de
vaca!
¿Podría ser que este tontolote de Kenny se haya dado cuenta de golpe de
lo que a él lo venía atormentado desde hace meses? pensaba Emmanuel con algo de
desprecio. Se propuso investigar a fondo el tema para confirmar o deshacer esta
posibilidad.
Esa misma tarde se fue sin explicarle a Kenny el por qué a pararse en la
puerta del supermercado. Necesitaba ver gente, muchos rostros del lugar, y
comprobar si se repetía la sensación. En la hora y pico que estuvo de
observador tuvo esa dura impresión de estar frente a un rodeo, donde todos
miraban de la misma manera que los vacunos miran pasar el tren.
Esto lo desesperó, estaba a punto de descubrir lo que tanto había
buscado.
Para corroborarlo corrió hacia la casa de fotografía del pueblo. Esta
vez Kenny no lo siguió, ya que prefirió ir a cambiarse para jugar su solitario
baloncesto.
En lo del fotógrafo, Emmanuel compró todas las fotos que el hombre tenía
pegadas en la vidriera, sin importarle de quien sea, la única condición es que hayan
sido tomadas en Sepulvelandia. Esto sorprendió inicialmente al fotógrafo que
tenia esas imágenes de distintos actos y acontecimientos colgadas con la leve
esperanza de que alguien se reconozca en ellas y decida tener un recuerdo del
momento a cambio de unos pocos pesos. Pero el misionero mormón entró de golpe,
hizo un lote con las fotos y pidió un precio por todo. Visto que era la única
oportunidad que se le presentaba al comerciante de sacarse de encima esos
clavos arreglaron un valor especial que conformó a los dos.
Así fue que Emmanuel llegó a su cuarto colmado de imágenes de otros, de
caras anónimas que recibían diplomas de parte de maestras, o niños acompañados
por sus padres y la bandera nacional. Rostros felices, otros confundidos,
tímidos algunos, inmortalizados en un momento que alguien pensó que debía ser
único y digno de recordar. Pero el tiempo se encargó de amarillentarlo en la
vidriera de un negocio sin que nadie reclamara su pertenencia. Este momento ya
no era de nadie, solamente de Emmanuel, que lo disecaba sin pudor,
escudriñándolo con lupa, regla y compás para corroborar si lo que suponía era
cierto.
Esas miradas, esos ojos que se repetían en una y otra cara debían tener
un patrón similar de constitución.
Según
unos apuntes de antropometría que había leído alguna vez, la distancia que
separa los dos ojos debe tener en promedio el ancho de un ojo. Esto quiere
decir que si uno quiere dibujar una cara proporcionada debe dibujar tres ojos
pegados siendo el del medio la distancia de separación entre ojo y ojo.
De lo visto y analizado en las fotografías, se repetía en casi un cien
por ciento, que la separación de los ojos de los habitantes sepulvedianos era
por lo menos un cincuenta por ciento mayor en promedio. Es decir que los ojos
de esta gente estaba mas separados que lo normal, y además tenían una leve
inclinación hacia abajo.
Igual
que los ojos de las vacas.
Y esto no era todo, pensó entonces Emmanuel.
El tener ojos de vaca hace que vean la vida como las vacas. De ahí su
comportamiento y su reacción ante las cosas. Mientras el tren o los autos pasen
lejos de ellas, no habrá nada que las haga mover de su lugar y serán simples
espectadores mientras rumian su bolo de pasto. Huirían espantadas si el peligro
se les acerca, con un trotecito vacuno. Serían capaces de soportar los soles más
abrasadores conformándose solamente con meter la cabeza bajo la sombra de un
insignificante arbolito.
Y un día, con un poco de maltrato mediante, aceptarían subir al camión
que las lleve al destino final.
Siempre sin perder su conducta vacuna.
Esto era por fin lo que hacía diferentes a los habitantes de
Sepulvelandia descubierto por un gringo inútil que en este momento estaría
lanzando una pelota contra un aro sin sospechar nada de esto.
Si bien Emmanuel se sentía exultante con el descubrimiento, entendía que
era todavía incompleto.
De alguna forma había llegado a conocer cual era la característica
sepulvediana tan especial que los identificaba, pero aún ignoraba la causa que
la provocaba.
Habiendo descartado la razón genética, debía abocarse a buscar causas
ambientales, alimenticias, culturales o incluso infectocontagiosas.
Esta tarea le llevaría mucho tiempo pensó Emmanuel, y sus padres habían
solventado esta pasantía por nueve meses, los cuales llegaban a su fin.
El caso de Kenny era similar, aunque los padres de éste tenían mejor
posición económica, habían decidido que la experiencia sudamericana no duraría
mas tiempo y continuaría sus estudios en la School of Medicine de Utah.
Fue así que Emmanuel tomó una decisión.
Se quedaría en Sepulvelandia hasta desentrañar este misterio, mas allá
de su labor misionera que lo había convocado.
Postergó sus estudios de sociología evaluando que esta investigación le
sería de suma importancia para su formación, y visto que sus padres no lo
mantendrían más, tuvo que buscar algún trabajo.
De la misma forma necesitaba dinero para mudarse puesto que la Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días no lo albergaría en esta nueva etapa.
Así fue que empezó a trabajar como repositor en un supermercado,
mientras vivía en una pieza que alquilaba.
Al fin del día llegaba tan extenuado que era poco lo que podía hacer por
su investigación, y como en la pensión había una televisión con cable se dormía
mirando cualquier programa que dieran.
Con el tiempo conoció a Johanna Sepúlveda. Y ella quedo rápidamente embarazada
de Emmanuel.
Demás sería decir que su vida tomó otro camino.
Trabajó duro hasta establecerse y hacer una posición.
Después de varios años logro poner un kiosco con fotocopiadora, que le
permite tener una vida ajustada pero digna.
Johanna se dedica a criar su tercer pequeño hijo en una casita de plan
de vivienda.
Emmanuel trabaja de sol a sol, por lo tanto le queda muy poco tiempo
para ocuparse de otras cosas, como ser la política, el arte o la investigación
que tanto lo desvelaba.
Posteriormente otros investigadores han tomado la línea iniciada por
Emmanuel, con variado énfasis y con distintas metodologías, pero sin embargo aún hoy el misterio de
Sepulvelandia está sin develar.
Emmanuel usa hoy anteojos bien anchos porque los comunes no le abarcan
el campo visual.
MAURICIO BARRETO- CENTENARIO- NEUQUÉN