El tesoro de Ítaca se ha agotado y Ulises no vuelve. Por eso Penélope tuvo que largar las agujas, mandar a pasear a sus pretendientes y dedicarse a los negocios.
Puso una confitería camino al laberinto de Dédalo. Éste se ha convertido en la principal atracción turística para los amantes de los deportes de riesgo: con la entrada te dan un ovillo de hilo y una espada para que intentes matar al minotauro (quien, dicho sea de paso, se prendió con el negocio). ¡Vieran los enredos que se aman en las horas pico!
Penélope se ha convertido en una próspera empresaria. En su negocio sirve especialidades regionales y exóticas: Cracken en su tinta, lengua de Troll a la vinagreta, Gobblin con salsa del chef y, como postre, manzanas del Jardín de las Hespérides con crema de leche de unicornio bicéfalo. ¡Una exquisitez! Y, para los amantes de las promociones, hay una: El que logre tensar el arco de Ulises gana una cena tenedor libre para cuatro personas. Hasta ahora nadie lo logró. Pero la tuvo preocupada un ogro que casi lo tensa. Y todos saben lo que pueden llegar a engullir esas criaturas.
Todo le va bien a Penélope: el negocio prospera, su hijo estudia en la academia de Apolo, tiene una casa confortable en el centro de Ítaca y un departamento en Atenas para los fines de semana. En fin; todas esas cosas que el dinero le puede dar.
Pero no es feliz…
Todas las tardes, cuando el sol besa el borde del mundo y el mar acaricia la playa en calma, Penélope se para al borde del camino a esperar a su amor.
Contra toda esperanza desea que vuelva. No consigue olvidarlo. Más aún cuando todo el mundo habla de sus aventuras de ultramar.
No le desea el mal, pero sueña con verlo bajarse de una nave de esas que pasan por el puerto, cansado de recorrer el mundo y aún enamorado. Sueña que juntos se retiran a un rincón olvidado de la tierra donde nadie los conoce; y allí envejecer juntos y disfrutar de su amor.
Karinna Ghiselli