Como por un túnel entramos a la cancha. Dejando atrás el pozo oscuro y húmedo sentimos la olvidada caricia del sol sobre nuestras carnes tensas por el partido.
Hacía una semana que Ellos habían lanzado el desafío cuando el Rata los servía en el comedor. Desde el principio nos asustamos. No podíamos creer la inocente invitación para medirnos en una cancha, y por eso buscábamos otras intenciones. A la noche, cuando todas las luces se apagaban y cada uno abrazaba sus recuerdos, el partido se fue haciendo imagen en nuestras mentes, filtrando en gestos y palabras nuestro miedo. Pero poco a poco, aquella fuerza interior que años de potrero había sembrado en piernas y entrañas, fue haciéndose más y más grande, y si bien no alcanzaba a darnos valor por lo menos nos dejaba aceptar nuestro destino. Y mientras Nosotros seguíamos masticando desconfianza y miedo, Ellos se nos habían adelantado con la orden de que en cuatro días habría partido.
Hoy la cancha nos enfrenta cara a cara con nuestros enemigos. Coronándome capitán en un sólo gesto, Martínez me llama al medio y me impone las reglas. El partido se juega a muerte súbita, es decir, al primer gol se termina el encuentro. De esta manera, para disfrutar nuestro recreo debemos aguantar un marcador intacto. Esta regla y nuestro maltratado estado físico les permite a Ellos manejar la situación a su antojo, como siempre.
Martínez aún se hace tiempo para advertirme algo sobre el juego sucio mientras guiña un ojo. La mueca, si quiere ser graciosa alcanza para helarme de miedo. No sé si me asusta el gesto, esa media mirada premonitoria, o más aún me asusta sentir, sacudida por sus palabras mi anestesiada bronca.
El partido empieza y el silbato sopla mi pensamiento y lo manda lejos. Con la pelota en su poder Ellos rápidamente llevan el juego hacia nuestro arco. Nosotros no hacemos más que mirar y apenas acompañar el avance sin animarnos a jugar. El Ruso, nuestro arquero, los ve llegar fuerte y triunfadores por primera vez al arco y ni siquiera alza las manos para defender su cuerpo. Ellos cuidando el juego sacan la pelota de la cancha.
Al Gallego le toca sacar y avanza lentamente mientras Ellos lo esperan al medio con una presencia que alcanza para que les entregue la pelota sin amagar a retenerla. Cardozo arremete anticipando un zurdazo, mientras el Ruso alcanza a achicar el arco inútilmente porque Cardozo patea afuera otra vez.
El partido sigue igual, Ellos consiguen la pelota sin necesidad de pelear, y Nosotros, por temor o lo que sea la aguantamos sólo hasta el medio y allí la entregamos a sus pies. Ellos avanzan hasta el arco, la tiran afuera y todo vuelve a comenzar.
Los minutos pasan y con el sol sobre nuestras cabezas, después de mucho tiempo volvemos a transpirar de calor. Empezamos a escuchar tímida la voz del Ruso pidiendo que juguemos, que no la entreguemos. Ruiz sin atreverse a cambiar la va acercando hacia el previsible destino del medio. El Moncho se la pide, Ruiz duda y el correntino adivinando la indecisión se le acerca de atrás y diestro se lleva la pelota. La juega con un estilo que agita otra vez mi vieja osadía dormida. La flaca cintura del Moncho se quiebra en formas incomprensibles y la pelota le juega cosida a los pies. El Moncho brilla y su esplendor se nos escurre hacia dentro, buscando un sitio donde alojarse para alumbrarnos nuevamente. Pero El Moncho no se arriesga y con un delicado pase de niña les cede la pelota.
Seguimos la misma táctica pero algo del Moncho se nos queda pegado y el juego cambia. Mientras nos atrevemos a avanzar en campo contrario, recuperamos cierta memoria del juego. Comenzamos a disfrutar la pelota, la cancha, los gritos de aliento. Percibimos por primera vez que algunos de Nosotros desde su encierro nos miran sonrientes. Adivinamos sus deseos y este descubrimiento nos planta de otra forma en la cancha.
Empezamos a jugar más de igual, como si fuera posible, Nosotros a Ellos de igual a igual. Y por tercera vez esta tarde, aquella indocilidad vuelve a desperezarse en mi interior y me envía sus mensajes. El Moncho lleva la pelota cuando Bujía le hace una plancha, El Moncho vuela y cae pero Bujía es tan perro que lo primereo, me le gano y salgo victorioso hacia delante. Ruiz se agarra la cabeza parado en la cancha, pero de atrás El Pibe me viene acompañando y casi sin mirarnos entendemos qué debe hacer cada uno. Avanzamos gambeteando a Rojas y al Chino que como están gordos no pueden hacer más que poner el cuerpo. Se nos acerca el Tordo, se da alquimia y llena de coraje nuestros pies y de sueños nuestra cabeza.
La marcha dura poco porque Rebolledo se le planta de frente al Moncho y lo frena con un rodillazo en la ingle. El correntino se congela y cae doblado en dos, en tres, en cuarenta pedazos, como tantas otras veces. El Cura y yo nos agachamos para atenderlo mientras que Ellos triunfantes se llevan el juego y nuestra dignidad, como siempre.
Un griterío nos aparta del Moncho, vemos a Ruiz avanzar firme y le descubrimos un ignorado empecinamiento. Rebolledo desafiante le planta la pelota delante, Ruiz se la saca y Rebolledo sonríe simulando ante sus pares mientras la rabia le brota mezclada al sudor. Ruiz sigue mientras El Chino lo espera para surtirlo, pero Ruiz que es más hábil y liviano lo gambetea bordando en la cancha una filigrana arriesgada y de lujito, mientras Fabio llega para ayudarlo. Entre los dos improvisan un contrapunto con la redonda delante de Ellos que ya no pueden ni correr. Esta especie de capitulación hace que yo también corra a ayudarlos. Se acerca El Pibe, El Ruso y todos vamos como una máquina avanzando sobre el campo. Tiemblo pensando que podemos hacer un gol y finalizar el partido. Ganarles a Ellos no será gratis y esta noche cada celda temblará de dolor. Ellos querrán vengar la derrota en nuestra carne. Esa certeza nos paraliza y dócilmente devolvemos la pelota, mientras la furia se me hace hoguera.
Ellos ya cansados avanzan sobre nuestro arco. Imaginamos que en este avance terminará el partido y hasta tememos perder.
El Moncho lentamente se ha ido recuperando, y ya en la cancha lo veo correr hacia la pelota gritando algo que no alcanzo a escuchar. Los gritos de aliento de otros detenidos me tapa su voz. Siento algo caliente correr por mis mejillas cuando descubro que estoy llorando. Imagino que lloro de impotencia, de dolor, del presagio de esta noche, lloro por haber escapado una hora del horror y lloro por tener que volver. Lloro por el fútbol y por Huracán, y por la cancha los sábados a la tarde con el viejo. Y lloro mientras Ellos disfrutan los últimos minutos saboreando su victoria.
Y mientras lloro, la hoguera ya no tiene espacio dentro de mí, me pide salir y no me deja detenerme, quema por dentro y me empuja hacia Ellos, mientras mis compañeros vibrantes de fútbol, siguen soñándose en una tarde de otras canchas, de otros desafíos, y se llenan de luz y dejan que vuelen sus pies, y sus cuerpos se elevan y de pronto estamos cada uno en su mejor partido. Y en ese embrujo, el Moncho, el Cura y yo nos paramos delante de la valla, y plantado delante del arquero tiemblo, pero no dudo. Y miro a todos, y mis compañeros se me acercan y Ellos, amenazantes, van sacándose las camisetas, y Martínez me advierte con la mirada, y mis compañeros se agarran de las manos y nos lanzamos al último avance con la pelota en mis pies. Avanzamos en medio de nuestro alarido y el de los detenidos desde sus celdas altas, y con el grito descarnado de nuestros seres queridos que siguen buscándonos, y con el aullido de quienes no resistieron, y gritamos nosotros también, y es un sólo grito. Desde la garganta, desde el estómago, desde las pelotas. Gritamos desde nuestros pies y el grito pone en mi botín derecho la impotencia y el miedo, y de una patada los expulso para siempre junto a ese gol que nos hunde pero nos libera. Ese gol que nos mata y nos hermana en esta muerte. Y mientras Ellos agotados y desparramados en el piso dan la señal para que entren otros Ellos descansados y preparados para empezar a cobrarse la derrota, vuelvo a sentir al fin que el fuego soy yo.
Liliana Maino
Hacía una semana que Ellos habían lanzado el desafío cuando el Rata los servía en el comedor. Desde el principio nos asustamos. No podíamos creer la inocente invitación para medirnos en una cancha, y por eso buscábamos otras intenciones. A la noche, cuando todas las luces se apagaban y cada uno abrazaba sus recuerdos, el partido se fue haciendo imagen en nuestras mentes, filtrando en gestos y palabras nuestro miedo. Pero poco a poco, aquella fuerza interior que años de potrero había sembrado en piernas y entrañas, fue haciéndose más y más grande, y si bien no alcanzaba a darnos valor por lo menos nos dejaba aceptar nuestro destino. Y mientras Nosotros seguíamos masticando desconfianza y miedo, Ellos se nos habían adelantado con la orden de que en cuatro días habría partido.
Hoy la cancha nos enfrenta cara a cara con nuestros enemigos. Coronándome capitán en un sólo gesto, Martínez me llama al medio y me impone las reglas. El partido se juega a muerte súbita, es decir, al primer gol se termina el encuentro. De esta manera, para disfrutar nuestro recreo debemos aguantar un marcador intacto. Esta regla y nuestro maltratado estado físico les permite a Ellos manejar la situación a su antojo, como siempre.
Martínez aún se hace tiempo para advertirme algo sobre el juego sucio mientras guiña un ojo. La mueca, si quiere ser graciosa alcanza para helarme de miedo. No sé si me asusta el gesto, esa media mirada premonitoria, o más aún me asusta sentir, sacudida por sus palabras mi anestesiada bronca.
El partido empieza y el silbato sopla mi pensamiento y lo manda lejos. Con la pelota en su poder Ellos rápidamente llevan el juego hacia nuestro arco. Nosotros no hacemos más que mirar y apenas acompañar el avance sin animarnos a jugar. El Ruso, nuestro arquero, los ve llegar fuerte y triunfadores por primera vez al arco y ni siquiera alza las manos para defender su cuerpo. Ellos cuidando el juego sacan la pelota de la cancha.
Al Gallego le toca sacar y avanza lentamente mientras Ellos lo esperan al medio con una presencia que alcanza para que les entregue la pelota sin amagar a retenerla. Cardozo arremete anticipando un zurdazo, mientras el Ruso alcanza a achicar el arco inútilmente porque Cardozo patea afuera otra vez.
El partido sigue igual, Ellos consiguen la pelota sin necesidad de pelear, y Nosotros, por temor o lo que sea la aguantamos sólo hasta el medio y allí la entregamos a sus pies. Ellos avanzan hasta el arco, la tiran afuera y todo vuelve a comenzar.
Los minutos pasan y con el sol sobre nuestras cabezas, después de mucho tiempo volvemos a transpirar de calor. Empezamos a escuchar tímida la voz del Ruso pidiendo que juguemos, que no la entreguemos. Ruiz sin atreverse a cambiar la va acercando hacia el previsible destino del medio. El Moncho se la pide, Ruiz duda y el correntino adivinando la indecisión se le acerca de atrás y diestro se lleva la pelota. La juega con un estilo que agita otra vez mi vieja osadía dormida. La flaca cintura del Moncho se quiebra en formas incomprensibles y la pelota le juega cosida a los pies. El Moncho brilla y su esplendor se nos escurre hacia dentro, buscando un sitio donde alojarse para alumbrarnos nuevamente. Pero El Moncho no se arriesga y con un delicado pase de niña les cede la pelota.
Seguimos la misma táctica pero algo del Moncho se nos queda pegado y el juego cambia. Mientras nos atrevemos a avanzar en campo contrario, recuperamos cierta memoria del juego. Comenzamos a disfrutar la pelota, la cancha, los gritos de aliento. Percibimos por primera vez que algunos de Nosotros desde su encierro nos miran sonrientes. Adivinamos sus deseos y este descubrimiento nos planta de otra forma en la cancha.
Empezamos a jugar más de igual, como si fuera posible, Nosotros a Ellos de igual a igual. Y por tercera vez esta tarde, aquella indocilidad vuelve a desperezarse en mi interior y me envía sus mensajes. El Moncho lleva la pelota cuando Bujía le hace una plancha, El Moncho vuela y cae pero Bujía es tan perro que lo primereo, me le gano y salgo victorioso hacia delante. Ruiz se agarra la cabeza parado en la cancha, pero de atrás El Pibe me viene acompañando y casi sin mirarnos entendemos qué debe hacer cada uno. Avanzamos gambeteando a Rojas y al Chino que como están gordos no pueden hacer más que poner el cuerpo. Se nos acerca el Tordo, se da alquimia y llena de coraje nuestros pies y de sueños nuestra cabeza.
La marcha dura poco porque Rebolledo se le planta de frente al Moncho y lo frena con un rodillazo en la ingle. El correntino se congela y cae doblado en dos, en tres, en cuarenta pedazos, como tantas otras veces. El Cura y yo nos agachamos para atenderlo mientras que Ellos triunfantes se llevan el juego y nuestra dignidad, como siempre.
Un griterío nos aparta del Moncho, vemos a Ruiz avanzar firme y le descubrimos un ignorado empecinamiento. Rebolledo desafiante le planta la pelota delante, Ruiz se la saca y Rebolledo sonríe simulando ante sus pares mientras la rabia le brota mezclada al sudor. Ruiz sigue mientras El Chino lo espera para surtirlo, pero Ruiz que es más hábil y liviano lo gambetea bordando en la cancha una filigrana arriesgada y de lujito, mientras Fabio llega para ayudarlo. Entre los dos improvisan un contrapunto con la redonda delante de Ellos que ya no pueden ni correr. Esta especie de capitulación hace que yo también corra a ayudarlos. Se acerca El Pibe, El Ruso y todos vamos como una máquina avanzando sobre el campo. Tiemblo pensando que podemos hacer un gol y finalizar el partido. Ganarles a Ellos no será gratis y esta noche cada celda temblará de dolor. Ellos querrán vengar la derrota en nuestra carne. Esa certeza nos paraliza y dócilmente devolvemos la pelota, mientras la furia se me hace hoguera.
Ellos ya cansados avanzan sobre nuestro arco. Imaginamos que en este avance terminará el partido y hasta tememos perder.
El Moncho lentamente se ha ido recuperando, y ya en la cancha lo veo correr hacia la pelota gritando algo que no alcanzo a escuchar. Los gritos de aliento de otros detenidos me tapa su voz. Siento algo caliente correr por mis mejillas cuando descubro que estoy llorando. Imagino que lloro de impotencia, de dolor, del presagio de esta noche, lloro por haber escapado una hora del horror y lloro por tener que volver. Lloro por el fútbol y por Huracán, y por la cancha los sábados a la tarde con el viejo. Y lloro mientras Ellos disfrutan los últimos minutos saboreando su victoria.
Y mientras lloro, la hoguera ya no tiene espacio dentro de mí, me pide salir y no me deja detenerme, quema por dentro y me empuja hacia Ellos, mientras mis compañeros vibrantes de fútbol, siguen soñándose en una tarde de otras canchas, de otros desafíos, y se llenan de luz y dejan que vuelen sus pies, y sus cuerpos se elevan y de pronto estamos cada uno en su mejor partido. Y en ese embrujo, el Moncho, el Cura y yo nos paramos delante de la valla, y plantado delante del arquero tiemblo, pero no dudo. Y miro a todos, y mis compañeros se me acercan y Ellos, amenazantes, van sacándose las camisetas, y Martínez me advierte con la mirada, y mis compañeros se agarran de las manos y nos lanzamos al último avance con la pelota en mis pies. Avanzamos en medio de nuestro alarido y el de los detenidos desde sus celdas altas, y con el grito descarnado de nuestros seres queridos que siguen buscándonos, y con el aullido de quienes no resistieron, y gritamos nosotros también, y es un sólo grito. Desde la garganta, desde el estómago, desde las pelotas. Gritamos desde nuestros pies y el grito pone en mi botín derecho la impotencia y el miedo, y de una patada los expulso para siempre junto a ese gol que nos hunde pero nos libera. Ese gol que nos mata y nos hermana en esta muerte. Y mientras Ellos agotados y desparramados en el piso dan la señal para que entren otros Ellos descansados y preparados para empezar a cobrarse la derrota, vuelvo a sentir al fin que el fuego soy yo.
Liliana Maino