Desde Villa Tortafrita
Querido amigo, la foto que
gentilmente me enviaste me hizo acordar cuando venía Sylvia a tomar mate a
nuestra casa de Nueva York. Seguramente vos no te acordás porque eras muy
chico, le gustaba sentarse en el patio del fondo con el banquito de madera.
Hablábamos de arte, y me comentaba que recorría esos barrios marginales en
busca de talentos porque su papá tenía un museo para descargar impuestos y la
había puesto a ella al frente. Entre mate y mate me explicaba cómo era el
negocio, había centenares de jóvenes artistas en el Village, en Queens, en
Brooklin, que pasaban hambre, muy transgresores y rebeldes, muy libres en sus
obras. Entonces ella les pasaba unos mangos para pagar el alquiler, les armaba una
exposición en la galería de algún amigo de confianza y luego mandaba expertos
del museo para que compraran varios cuadros, lo publicitaba muy bien en
revistas especializadas donde los jóvenes transgresores salían con
declaraciones como “el arte ha muerto” y esas cosas que a mí me extrañaban
mucho. Luego los que habían matado el arte empezaban a cobrar sumas
escandalosas por obras…de arte.
Sylvia y su museo pasaban a ser
los poseedores de cuadros millonarios, millones que se descontaban de los
impuestos de papá, y las galerías de los amigos vendían y cobraban las
comisiones adecuadas.
Claro que hablamos de aquellas
épocas en que vos eras muy chico, la gente de plata de Norteamérica iba a
Europa, hacía breves cursitos sobre arte, se relacionaba con algún marchand y
el arte seguía llegando de Europa. Entonces Sylvia y su grupo de mecenas
tuvieron la virtud de crear un arte norteamericano desde la nada. Ni un cursito
breve, nada.
Pero con identidad
norteamericana.
Como yo no tenía esa identidad
seguía sin entender, pero por suerte vos jugando con tu balero de madera que
pintó Quinquela Martín rompiste el brazo de la estatua de la libertad, el que
le hicieron de nuevo con plástico, y tuvimos que escaparnos a México.
Desde
que me vine de nuevo a Villa Tortafrita escribí algunas notas sobre arte en una
revista que empezó a andar muy bien, creció y la compró un lobby empresario. Me
pagaban exorbitancias por mis notas, te cuento que me parecía demasiada plata,
hasta que escribí sobre el arte que ha muerto inspirado en mi experiencia en
Nueva York.
¿No tendrás un trabajito para mí
en México?
Tu
amigo, el del balero.